martes, 27 de noviembre de 2007

Caligrafía

El silencio ya estaba comenzando a dejarme en la boca un sabor metálico e incómodo. Aún así, yo ya no quería ni siquiera recordar cuando había sido la última vez que le había dirigido la palabra. Y pese a su ausencia me mantenía igual, estoico, en un mutismo perfecto y con la mirada clavada en el cuadernito verde que estaba encima de la mesita enana, ese donde bien sabía yo que ella atesoraba los números de teléfono.

Había como siempre una nota acomodada con precisión en medio de la mesa del living: ella había bajado a comprar algo para preparar el almuerzo, y seguramente en búsqueda de la cuota diaria de interacción social. Pero en algún momento iba a volver a casa y ambos nos íbamos a sumergir de nuevo en nuestro acuerdo tácito, la Cápsula Desapalabrada que, en aquellos tiempos en que aún rebotaban entre nosotros los vocablos, podríamos haber llamado hogar, dulce hogar.

Los únicos acordes que quedaban eran los que emitía el molesto Ramón mientras arrastraba por el parquet su obesidad canina, la voz mecánica de la radio que esperaba algún partido de domingo y, por supuesto, el siseo leve de la lapicera fuente al arremeter contra los pequeños grumos del papel. Nada más, al menos nada que pudiera ser llamado palabra. Algún suspiro aislado, algún gruñido que se escapaba incómodo, y quizás el estampido mental producido por el choque de dos pares de ojos sobre la mesa de fórmica de la cocina.

Claro que la última había sido realmente una tormenta de palabras, una verdadera catarata lexical que había alterado definitivamente la cómoda meteorología hogareña. Y todo porque se me ocurrió aquel día revolver el famoso cuadernito verde oliva, ese donde ella guardaba los números de teléfono y donde yo ya debería haber impreso hacía años un rótulo con la leyenda “Pasado”.

Ese cuadernito que sigue delante de mí en la mesa, y que parece reírse socarronamente desde las tapas duras forradas de papel araña. El mismo que me recuerda que ella nunca aceptó tan vehementemente como yo la placidez de lo definitivo. El pasado, claro, una noción confusa al fin de cuentas, si se toma en consideración que tanto muerte, como carga o regreso pueden ser contenidos en sus inocentes hojas cuadriculadas.

Ella siempre tuvo una caligrafía deliciosa que yo le había envidiado desde el momento de conocerla, cuando tomaba apuntes desesperados en una mesa de bar burda y redonda, no más que una simple tapa de plástico sobre una base de cemento. Esa misma caligrafía la había conservado en parte, mellada por el cansancio de los años, por el abandono en que termina enclaustrándonos el evidente deterioro corporal al que nos somete el tiempo.

Hacía unos meses, no más de tres, caminando por Once me había parado en el frente de una librería comercial vetusta, de esas que huelen a formularios de recibos llenos de tierra y que son atendidas por viejas en guardapolvo con aspecto de maestras, pero así y todo bondadosas. En la vidriera, en medio de una maraña de agendas en liquidación y de instrumentales diabólicos como compases o transportadores, vi la lapicera. Era una Ronson azul, con punta de estilográfica, capaz de producir un trazo fibroso y carnoso en manos torpes como las mías, pero que en los dedos delicados de ella seguramente iba a dar a luz a redondas exquisiteces. Hacía años yo tenía una similar que había pertenecido a mi padre pero se perdió, probablemente en medio del naufragio que sucedió a alguna relación marchita. Comprarla era, entonces, casi una obligación. Regalársela a ella, casi un acto de generosidad para con el delicado artefacto, habida cuenta de los malos tratos que podía llegar a tener que sufrir si yo la manipulaba.

Cuando llegué a casa aquella tarde después de la oficina, con la caja de la birome flamante asomándose por el bolsillo superior del saco, cargaba conmigo la expresión cansina de los que saben que han llevado a cabo un acto de bondad desinteresada. Le entregué la pluma esa noche apenas terminada la cena, después de una serie de preámbulos que parecían sugerir que, pese a todo, mi interés en el regalo era mucho mayor al cariño que ella podría llegar a sentir alguna vez por el objeto.

Debo reconocer que me sorprendí cuando, al día siguiente, encontré caligrafiada con la huella innegable de la Ronson la nota que anunciaba la visita mensual a la peluquería. No esperaba un uso tan pueril para mi pequeño presente, aunque sin dudas eso era preferible a abandonar la pluma al confinamiento de algún cajón polvoroso.

A partir de entonces la Ronson pasó a ser partícipe necesaria de las comunicaciones más disímiles. Con satisfacción descubrí que no me equivoqué al pronosticar que sus manos podían recuperar gran parte de la viveza de antaño gracias a la ayuda de la pequeña herramienta. Desde el más inocente saludo hasta el recuerdo de algún mandado hogareño, la Ronson, que parecía pensada para que un señor de alcurnia dedicara a sus congéneres gruesos tomos narrando la vida de sus antepasados, era capaz de sumarle sofisticación al mensaje más insignificante.

“Media docena de huevos, una botella de Chablis, dos atados de acelga, un pack de agua mineral sin gas”. El papelucho blanco abrazaba los delicados arañazos de la estilográfica, mientras yo recorría los pasillos rancios del supermercado chino. Debo decir que el encuentro de la Ronson fue entonces en principio una pequeña victoria, esos trazos virtuosos rememoraban una cercanía añeja, una época en que los mensajes cotidianos nos hacían llegar bastante más allá del almacén de la otra esquina.

Hoy la Ronson me recordó que el lunes vence el agua, y que la semana que viene hay que llevar a Ramón a la veterinaria para que le den la vacuna contra el moquillo, sin falta. Y cómo iba a prever yo que el mismo adminículo que logró someterme en un principio a momentos de deliciosa melancolía, se convertiría luego en uno de los artífices de nuestro presente silencioso.

Ese martes yo estaba deshaciendo el nudo de la corbata cuando reconocí la trama azul de la estilográfica sobre una prolija hoja blanca. Anunciaba la proyección de una vieja película de Truffaut en un pequeño cineclub de Monserrat. Justo en ese instante sonó el teléfono en el living. Yo me limité a explicar su ausencia a partir de las declaraciones del inocente papelito, pero tuve que animarme a tomar el pavoroso cuadernito verde para brindar el número solicitado. Entonces me choqué, súbitamente, con una caligrafía tan vital y palpitante como la que mis ojos habían espiado años antes sobre la mesa de un café de mala muerte. Un nombre que creía olvidado hacía quizás mil años, una dirección en Barrio Norte, un horario –el mismo que en ese momento declaraban las agujas del reloj del living– todo en el recorrido jubiloso de la Ronson. Y me di cuenta en ese instante que la malograda estilográfica y su seductora caligrafía iban a tomar, inesperadamente, el lugar protagónico en la historia.

martes, 18 de septiembre de 2007

Hay cosas que el dinero no puede comprar...

Para todo lo demás, existe la maldita línea casi recta del día a día... en fin, van un par de fotitos de viajecito a Colonia...








miércoles, 5 de septiembre de 2007

La perfección de lo inútil

Se ha hablado y escrito mucho sobre ella. Se ha llegado a decir, incluso, que es el último gran hito en la historia de la novela. “La vida instrucciones de uso”, de Georges Perec, editada por primera vez en París en el año 1978, es una narración que coquetea con la idea de eternidad, y juega a transformarse en ese Aleph que Borges soñó, abarcando una infinidad de mundos abigarrados en los cuartos de una única casa.

Su autor, se asegura, tardó nueve años en escribirla. Al adentrarse en la novela el trabajo pesado de escritura puede palparse. Descripciones minuciosas y referencias de un enciclopedismo tal que por momentos exasperan, convierten a “La vida instrucciones de uso” en una narración casi inédita para el avanzado siglo XX. Quizás atemporal, quizás un tanto demodé, este estilo resulta finalmente embriagador y es el camino por el cual Perec nos introduce en la voyeurística tarea de reconstruir la existencia de cada uno de sus personajes.

El eje de la narración es un edificio de departamentos parisino. La novela recorre de manera alternativa la vida de los distintos personajes que lo habitan, introduciendo al lector en relatos que lo llevarán de Sudamérica a los Estados Unidos, del continente africano a Medio Oriente, siguiendo las peripecias de los habitantes de la casa.

Una hermandad de “hombres libres” donde cada miembro debe convocar a tres nuevos adeptos, hasta incluir a la humanidad toda; un pintor que pretende representar, en un único cuadro, a todos los habitantes de la casa; un hombre que cree haber descubierto cuál es el verdadero santo grial; otro que dilapida su fortuna rastreando, durante años, a la asesina de su mujer y su hijo. Esos son, apenas, algunos de los personajes que pueblan las cien habitaciones de la genial casa literaria construida por Perec.

Y uno de esos personajes resume, quizás, el ambicioso proyecto del autor. Bartlebooth, un millonario excéntrico y solitario que se decide a desarrollar una empresa imposible y absurda para dar sentido a su vida. Durante veinte años recorre el mundo con su ayudante, pintando quinientos cuadros de paisajes marinos que son remitidos a un artesano de la casa parisina. Este los transforma en puzzles únicos, desafiantes y enigmáticos, que serán reconstruidos por Bartlebooth al final de su travesía. Finalmente, una vez que cada puzzle ha sido resuelto, mediante una compleja técnica manual se reconstruye la acuarela original, que será remitida al lugar donde fue pintada, para ser destruida exactamente veinte años después del momento de su creación.

La empresa en la que Bartlebooth invierte más de cuarenta años de su vida es, finalmente, de una vacuidad casi perfecta. No tiene más sentido ni utilidad que su concreción. Es un desafío absolutamente improductivo, implica ponerse a prueba a cambio de nada. Pero es justamente allí, en su vacío, en el hecho de hacer de ese mero reto el sentido de una existencia, donde radica su grandeza. Se trata de un acto cuya utilidad está dada por sí mismo, su consecución no dará como resultado ningún rédito, porque lo que vale no es el proyecto terminado, sino el deseo de verlo realizado mientras se lo gesta.

Y ese deseo inalcanzable es el mismo que Perec enarbola en todo el libro. El que pone enfrente del lector con maestría desde el mismo título, el presuntuoso e inabarcable “La vida instrucciones de uso”. Un proyecto pretencioso, genial, fastuoso: un catálogo que pueda dar cuenta de la totalidad de la existencia. Resulta en última instancia imposible, pero sucede que el objetivo no es alcanzar la meta, sino sólo recorrer el camino, que aquí importa mucho más que el destino al que finalmente se arribe.

domingo, 15 de julio de 2007

Una que sepamos todos

Como lo que nos caracteriza por estos lares no es la originalidad sino el refrito, he aquí un post que no aporta absolutamente nada nuevo. Un pequeño listado de temitas exitosos que han logrado una repercusión que superó, incluso, la de sus intérpretes. Esa canción que te hizo bailar, mover la patita así o cantar, pero de la que nunca te pudiste acordar el nombre ni el autor, seguramente la tenés acá:

1)Katrina and the Waves - Walking on Sunshine




2)The Buggles - Video Killed the Radio Star




3)Mr Big - To be with you




4)Twisted Sister - I wanna rock




5)Eagle Eye Cherry - Save Tonight




6)The Opus - Life is life




7)Blind Melon - No Rain




8)Extreme - More than words




9)Midnight Oil - Beds are burning




10)Divinyls - I touch myself




11)Charles and Eddie - Would I lie to you?




12)Joan Osborne - One of Us




13)The Knack - My Sharona




14)John Scatman - Scatman




15)Soul Asylum - Runaway Train




16)Fool's Garden - Lemon Tree




17)Quiet Riot - Cum'on feel the noise




18)The Connells - '74-'75




19)Black - Wonderful Life



20)Chumbawamba - Tubthumping



Aquí la lista completa en Radioblog

miércoles, 11 de julio de 2007

La imposibilidad de amar


Michel Houllebecq ostenta una carrera literaria atravesada por polémicas que evaden el centro neurálgico de sus planteos. Quizás porque éstos son lo suficientemente excesivos y tormentosos como para espantar a los comentaristas, e impulsarlos a cobijarse en la comodidad de playas más tranquilas. Lejos de apuntar a las paradojas y miserias que nutren su literatura, la crítica prefiere tomar caminos que se internan en afirmaciones efectistas. Si es un provocador o un mentiroso, si su estilo es pobre y deslucido o sencillo y efectivo, si se trata de un farsante o del más genial escritor del nuevo siglo. Es difícil entonces encontrar matices ante Houllebecq. Sus relatos, nutridos por el sexo, la perversión, el cinismo y el desprecio hacia la humanidad contemporánea, se prestan fácilmente para la crítica despiadada de aquellos que pretenden ubicarse en el pedestal de los intocables.


Pero es difícil no sentirse tocado por la literatura del autor francés. También es difícil sorprenderse demasiado ante sus afirmaciones después de haber recorrido un par de sus textos. Pero no por conocidas dejan de ser certeras. En su novela más reciente, “La posibilidad de una isla” (Alfaguara, 2005), Houllebecq continúa el camino de sus libros anteriores, fundamentalmente el del genial “Las partículas elementales” (Anagrama, 1999). Logra, sin embargo, lo que muchos dudaban que pudiera lograr. Lleva sus meditaciones un paso más allá, y se adentra en un campo que supera el límite que había impuesto a sus creaciones previas. Ese límite es la propia vida.


Tanto “Las Partículas Elementales” como “Plataforma” (Anagrama, 2002) respondían, con contextos y personajes diferentes, a estructuras similares. En una sociedad frívola, marcada por la adoración del cuerpo joven y la condena del envejecimiento, se asomaba como posible, sin embargo, la consumación del amor. En la primera novela, la esperanza queda abierta ante la alternativa de la transformación genética del ser humano. En “Plataforma”, la ilusión se cierra de un portazo, como consecuencia de la violencia social imposible de esquivar. Finalmente, Houllebecq elimina en “La posibilidad de una isla” el peso de la muerte para intentar, con esto, construir una nueva humanidad donde la decepción por el desamor no esté presente.


El protagonista de la novela se llama Daniel, pero también Daniel 24 y Daniel 25. No es uno, sino tres. El primero de ellos habitó los entonces lejanos comienzos del siglo XXI, y fue una de las últimas personas en sentir el peso de un sufrimiento que los hombres ya estaban comenzando a dejar de experimentar: la imposibilidad de fusionarse en un ser único con la persona amada. Cómico de stand up cínico y casi desalmado, Daniel se ríe tanto de la sociedad que lo rodea como del público que lo adora y convierte en millonario. Indudable alter ego del autor, el protagonista es un provocador nato que no tiene tapujos en atacar todo aquello que el buen pensar ubica dentro de lo “políticamente correcto”. La mujer y, por supuesto, el islam, son dos de sus principales blancos. Pero detrás de ese ser en apariencia incapaz de sentir compasión, se esconde una persona que carga con una debilidad de la cual la juventud se ha desatado: la necesidad de amar. A los 47 años, Daniel se encuentra ante una paradoja: sigue deseando, pero sabe que su deseo resulta indiferente para la nueva generación que lo rodea. Es un hombre que aún pretende una unión que borre las fronteras entre los cuerpos. Es, en el fondo, un humanista romántico y radical. Y en el espiral de su decadencia física, se encuentra cara a cara con dos seres a los que jamás podrá realmente poseer. Su ex mujer, envejecida, consumida por las drogas y el alcohol, depresiva, capaz de dar placer pero convencida de que no merece ser amada. Y su joven amante, bella, lujuriosa y libertina, que se deja amar pero es incapaz de sentir por quienes la aman algo que vaya más allá de un apego pasajero. La decadencia del cuerpo conduce a los individuos “maduros” hacia el aislamiento y la inanición. La juventud expulsa a aquellos que han perdido su contextura juvenil, y los obliga a vivir su capacidad de desear como un padecimiento. Como una espina tenaz que se hunde en la carne y se resiste a ser arrancada, el deseo no abandona jamás al cuerpo raído y despreciado. El hombre se encuentra, finalmente, encerrado en la prisión de su anatomía deseante. La paradoja ahoga a Daniel y lo empuja hacia el único ser existente que aún puede amar con total sencillez: su perro, “el amor incondicional”, afirma el personaje. Amor del cual el hombre no es capaz o ha prescindido. Y esto lo agobia, hasta el punto de obligarlo a buscar un solo punto de salida: la eternidad.


La literatura de Houllebecq parece seguir un camino ascendente que sólo puede tener un punto de llegada. Se apuntala en la negación del presente. “La posibilidad de una isla” no es sin dudas la mejor novela del autor francés. Sí es, probablemente, una de las más sinceras y transparentes. Y expresa con mayor claridad que ninguna otra matices que pueden sorprender a más de un desprevenido. Houllebecq no es un profeta del Apocalipsis ni un divulgador de la eugenesia. No es un propagandista de la clonación o un racista extremo. Quizás de todos los motes que se le endosan sólo el de provocador sea justo. Pero no se trata de un provocador banal y ególatra. Es un provocador que busca abrir los ojos ciegos de quienes lo rodean, aun cuando para hacerlo deba clavar sus párpados con alfileres. Y, ante todo, Houllebecq es un romántico. Un humanista encarnizado. Un ser que vive el presente como una carencia. Y que olisquea que esa carencia no desparecerá a futuro. Ni maldito ni perverso, Houllebecq es un hombre que ama al hombre. Tanto, que cree que es necesario destruirlo. Antes de que él se destruya a sí mismo.

viernes, 29 de junio de 2007

Reivindicación del Bafici


Ya es un tema instalado. El festival de cine independiente de Buenos Aires se ha transformado en una actividad de dimensiones monstruosas que, más que atraer, repele. No es sólo el archicomentado ambiente festivaril de chicas con anteojos de marco negro y cabellos cortados a cuchillo, que tantas crónicas ridículas ha suscitado. Más allá de la aversión que uno pueda sentir hacia los concurrentes, lo que desconcierta del Bafici es la programación: no hay dudas de que cuatrocientas películas en quince días es demasiado.

Las intenciones democráticas siempre deberían ser bienvenidas. Bajo esas banderas, abrir el juego a la mayor cantidad de películas posibles parecería un recurso lógico. Pero cuando uno no es un cinéfilo empedernido sino más bien un amante discreto del celuloide, la oferta interminable de filmes de factura casi siempre desconocida invita finalmente al desconcierto. El mar puede resultar atractivo, pero eso no quiere decir que uno deba poner la cara para que lo golpee un maremoto.

La experiencia con el Bafici termina siendo entonces confusa. Ante el abanico interminable de funciones, uno se ve obligado a seleccionar a tientas. En ese plan, este año probé suerte dos veces infructuosamente: en ambas ocasiones no conseguí entradas. Llegó el último día del festival y parecía que la edición 2007 se iba a ir sin que yo pudiera pasar por sus salas. En un intento desesperanzado, planeaba acercarme al Abasto durante la jornada final para ver si conseguía tickets para cualquiera de las funciones.

Pero justo llegó el llamado salvador: un amigo tenía entradas para tres películas e, inesperadamente, su novia había decidido no acompañarlo. La escena era más que digna del caos baficiano: ya no sólo iba a ir a ver películas elegidas a tientas, además, iba a ir a ver películas elegidas por otro. Fui entonces hasta la sede central del festival con una mezcla de ansiedad y desconfianza, a ver qué me deparaba finalmente mi destino.

La primera de las películas, Belle de jour, había sido elegida por una pista nada despreciable: el director era Luis Buñuel. Resultó ser finalmente una de las últimas del realizador español, la historia de una mujer francesa de clase alta que por morbo, curiosidad, inconformismo, aburrimiento, alienación (o por una combinación de todos los factores anteriores) decide dedicarse de forma oculta a la prostitución. Correcta, interesante, pero no demasiado sorprendente ni incómoda, lo mejor de la película era una joven y bellísima Catherine Denueve.

Nuestra programación continuaba con una película oriental, Dong, de la que no sabíamos demasiado. Lo único concreto es que estaba financiada por la productora de Takeshi Kitano, y mi admiración hacia el director japonés hacía reverdecer las ilusiones. El film terminó siendo un interesante documental que seguía el trabajo del pintor chino Liu Xiao-dong a través de dos escenarios: las imponentes Tres Gargantas, en China, y la fulgurante Bangkok, en Tailandia. Dong muestra al artista en acción, retratando a un grupo de obreros chinos durante las pausas de su trabajo y a un conjunto de adolescentes tailandesas. La obra del pintor no resulta particularmente sorprendente, pero la película tiene momentos atrayentes, sobre todo aquellos en que se disgrega levemente en la historia de algún personaje secundario, en un ejercicio que recuerda a la literatura beat. Finalmente nada excepcional (agradecí sus escasos sesenta minutos) pero agradable.

Lo cierto es que quedaba apenas una función y, si bien no estaba totalmente decepcionado, realmente nada de lo que había visto hasta el momento resultaba memorable. La incógnita por develar era Play Time, de Jaques Tati, una película que en principio no podía clasificar: no sabía determinar si era francesa, inglesa o estadounidense. La opción resultó ser la primera, pero la incapacidad de clasificar a la película sigue latente. Una vez que Play Time terminó y mi cabeza había pasado por sus avallasantes 126 minutos, mi presencia en el festival estaba absolutamente justificada.

Hasta entrar en la sala yo no tenía idea de quien demonios era Jaques Tati. No era más que un espectador desorientado que había caído en una función por efecto del azar. La película resultó ser una comedia absurda de una factura impecable, con un cuidado de los detalles visuales y sonoros excepcional, sobre todo por tratarse de una realización de 1967. Play Time transcurre en una París absolutamente irreconocible e impersonal, donde un sujeto taciturno y gris lucha contra una ciudad que en su afán planificador se ha olvidado de que la habitan personas, no autómatas.
Casi sin diálogos pero con un trabajo sonoro que transmite mucho más que las palabras, prácticamente sin planos cortos pero con detalles imperdibles que se cuelan en el fondo de las tomas, la película de Tati invita a la curiosidad. Luego de salir de esa sala, había recuperado las ganas de seguir viendo cine. Y supongo que es por eso que uno va a un festival. Después de todo, de tres, dos aceptables y una excepcional no es un resultado malo.