viernes, 29 de junio de 2007

Reivindicación del Bafici


Ya es un tema instalado. El festival de cine independiente de Buenos Aires se ha transformado en una actividad de dimensiones monstruosas que, más que atraer, repele. No es sólo el archicomentado ambiente festivaril de chicas con anteojos de marco negro y cabellos cortados a cuchillo, que tantas crónicas ridículas ha suscitado. Más allá de la aversión que uno pueda sentir hacia los concurrentes, lo que desconcierta del Bafici es la programación: no hay dudas de que cuatrocientas películas en quince días es demasiado.

Las intenciones democráticas siempre deberían ser bienvenidas. Bajo esas banderas, abrir el juego a la mayor cantidad de películas posibles parecería un recurso lógico. Pero cuando uno no es un cinéfilo empedernido sino más bien un amante discreto del celuloide, la oferta interminable de filmes de factura casi siempre desconocida invita finalmente al desconcierto. El mar puede resultar atractivo, pero eso no quiere decir que uno deba poner la cara para que lo golpee un maremoto.

La experiencia con el Bafici termina siendo entonces confusa. Ante el abanico interminable de funciones, uno se ve obligado a seleccionar a tientas. En ese plan, este año probé suerte dos veces infructuosamente: en ambas ocasiones no conseguí entradas. Llegó el último día del festival y parecía que la edición 2007 se iba a ir sin que yo pudiera pasar por sus salas. En un intento desesperanzado, planeaba acercarme al Abasto durante la jornada final para ver si conseguía tickets para cualquiera de las funciones.

Pero justo llegó el llamado salvador: un amigo tenía entradas para tres películas e, inesperadamente, su novia había decidido no acompañarlo. La escena era más que digna del caos baficiano: ya no sólo iba a ir a ver películas elegidas a tientas, además, iba a ir a ver películas elegidas por otro. Fui entonces hasta la sede central del festival con una mezcla de ansiedad y desconfianza, a ver qué me deparaba finalmente mi destino.

La primera de las películas, Belle de jour, había sido elegida por una pista nada despreciable: el director era Luis Buñuel. Resultó ser finalmente una de las últimas del realizador español, la historia de una mujer francesa de clase alta que por morbo, curiosidad, inconformismo, aburrimiento, alienación (o por una combinación de todos los factores anteriores) decide dedicarse de forma oculta a la prostitución. Correcta, interesante, pero no demasiado sorprendente ni incómoda, lo mejor de la película era una joven y bellísima Catherine Denueve.

Nuestra programación continuaba con una película oriental, Dong, de la que no sabíamos demasiado. Lo único concreto es que estaba financiada por la productora de Takeshi Kitano, y mi admiración hacia el director japonés hacía reverdecer las ilusiones. El film terminó siendo un interesante documental que seguía el trabajo del pintor chino Liu Xiao-dong a través de dos escenarios: las imponentes Tres Gargantas, en China, y la fulgurante Bangkok, en Tailandia. Dong muestra al artista en acción, retratando a un grupo de obreros chinos durante las pausas de su trabajo y a un conjunto de adolescentes tailandesas. La obra del pintor no resulta particularmente sorprendente, pero la película tiene momentos atrayentes, sobre todo aquellos en que se disgrega levemente en la historia de algún personaje secundario, en un ejercicio que recuerda a la literatura beat. Finalmente nada excepcional (agradecí sus escasos sesenta minutos) pero agradable.

Lo cierto es que quedaba apenas una función y, si bien no estaba totalmente decepcionado, realmente nada de lo que había visto hasta el momento resultaba memorable. La incógnita por develar era Play Time, de Jaques Tati, una película que en principio no podía clasificar: no sabía determinar si era francesa, inglesa o estadounidense. La opción resultó ser la primera, pero la incapacidad de clasificar a la película sigue latente. Una vez que Play Time terminó y mi cabeza había pasado por sus avallasantes 126 minutos, mi presencia en el festival estaba absolutamente justificada.

Hasta entrar en la sala yo no tenía idea de quien demonios era Jaques Tati. No era más que un espectador desorientado que había caído en una función por efecto del azar. La película resultó ser una comedia absurda de una factura impecable, con un cuidado de los detalles visuales y sonoros excepcional, sobre todo por tratarse de una realización de 1967. Play Time transcurre en una París absolutamente irreconocible e impersonal, donde un sujeto taciturno y gris lucha contra una ciudad que en su afán planificador se ha olvidado de que la habitan personas, no autómatas.
Casi sin diálogos pero con un trabajo sonoro que transmite mucho más que las palabras, prácticamente sin planos cortos pero con detalles imperdibles que se cuelan en el fondo de las tomas, la película de Tati invita a la curiosidad. Luego de salir de esa sala, había recuperado las ganas de seguir viendo cine. Y supongo que es por eso que uno va a un festival. Después de todo, de tres, dos aceptables y una excepcional no es un resultado malo.